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25 febrero 2011 5 25 /02 /febrero /2011 23:04

 

 

 

Es comúnmente aceptado referirse al intento de Golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 como el “fracasado golpe de estado”.

 

¿En qué fracasó? En cambiar la Constitución y en formar un Gobierno con una importante presencia de militares y ultraderechistas parece que si. En hacer un baño de sangre con la izquierda emergente, también.  En todo lo demás, parece que no.

 

El PSOE se derechizó, entramos en la OTAN, se llevó por delante, previamente,  al más digno de nuestros presidentes en democracia y puso a la sociedad civil de rodillas e implorante ante el Ejército.

 

Sin entrar a analizar las muchas interrogantes que respecto a su actuación ofrecen las actitudes y comportamientos de muy altas autoridades en las 18 horas que duró el intento, parece fuera de toda duda que el Estado se plegó a un importante número de las condiciones que impusieron los golpistas, recogidas en el famoso “pacto del capó”. A saber.

 

En el asalto al Congreso participaron no menos de 200 agentes armados, entre Guardia Civil y Oficiales del Ejército. Sólo se procesaron a 33.  Todos los tenientes de la División Acorazada que participaron en el evento quedaron en total libertad, no fueron ni amonestados, ni degradados, ni procesados.

 

El Gobierno socialista de Felipe González aplicó todo tipo de beneficios penitenciarios. El coronel Luis Torres Rojas, condenado a 12 años de prisión, los coroneles José Ignacio Sanmartín y Diego Ibáñez Inglés y el comandante Ricardo Pardo Zancada, condenados a entre 10 y 12 años de prisión, no cumplieron ni la mitad de la pena que les fue impuesta.

 

A los seis años del golpe solo quedaban en prisión cuatro de los treinta y tres  procesados. En 1988 el Gobierno indultó al general Alfonso Armada debido a “su mala salud”. Veintitrés años después todavía está vivo y según propias manifestaciones, “satisfecho” de su actuación.  E imagino que de su salud.

 

El 30 de junio de 1990 el Gobierno excarceló a Jaime Milans del Bosch tras nueve años y 127 días en la cárcel, pero al que le fue impuesta una pena de 26 años y ocho meses en prisión, aplicándole un indultó que ni siquiera se dignó en solicitar como es preceptivo. Milans declaró posteriormente que “volvería a hacer lo que hizo” y que “no acataba la Constitución”.

 

El 3 de diciembre de 1996, cuando había cumplido la mitad de la pena que le fue impuesta, quedó en libertad Antonio Tejero Molina, que reiteró en numerosas ocasiones su falta de acatamiento de la Constitución y siempre manifestó un nulo arrepentimiento. Tampoco solicitó el indulto que el Gobierno sí le concedió.

 

Todos los procesados o condenados han seguido cobrando y cobran el 80 % de su sueldo.

 

Parece fuera de toda duda que los golpistas han gozado de un trato generoso y preferente y cuando a algunas formaciones políticas se le exige el respeto a la Constitución y la condena del terrorismo, la mayoría de los golpistas del 23 F se jactan de sus actuaciones, algunos grupúsculos los aclaman y hasta han llegado a realizar colectas para erigirles monumentos.

 

 A los treinta años, vivimos en la total creencia de que nada se sabe en realidad del golpe, de sus auténticos actores y de las indignas condiciones pactadas en secreto.

 

El Estado claudicó antes los golpistas declarados y falseó la historia de los no declarados. El atentado contra la libertad sigue latiendo por la laxitud de las condenas, la falta de rigurosidad en su aplicación y por el fomento de opiniones favorables en presentar a los facinerosos como “patriotas equivocados”.

 

Se amontona la realidad y sus disfraces. Y se larva una perniciosa mitología de la impunidad. Parece que el golpismo de derechas, y la propia derecha, nunca están obligados a ajustar cuentas.

 

¿De qué fracaso hablamos?

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